Esperar el tren en Rafaela, una aventura de final incierto
RAFAELA Santa Fe 5 Jul(Diario Castellanos).-La estación del NCA está oscura, sin limpieza y sin lugares apropiados para los pasajeros. No se pueden comprar pasajes en forma directa, no hay servicio de información al usuario y las familias esperan prácticamente a la intemperie durante horas y con temperaturas bajo cero.
El tren de pasajeros en la estación Rafaela, el martes a las 4 de la mañana, listo para partir hacia Tucumán.
Martes 2 de julio. Medianoche. El termómetro registra, impiadoso, una temperatura bajo cero. Está cayendo una helada intensa y unas sombras se deslizan, cargadas de bultos, hacia el andén de la estación Rafaela del ferrocarril Nuevo Central Argentino. En la playa de estacionamiento en penumbras se agrupan algunos autos, unas cuantas motos, hasta llega alguna bicicleta. De a poco, los recién llegados van acomodando sus equipajes, en el piso helado del andén.
El tren de pasajeros en la estación Rafaela, el martes a las 4 de la mañana, listo para partir hacia Tucumán.
Martes 2 de julio. Medianoche. El termómetro registra, impiadoso, una temperatura bajo cero. Está cayendo una helada intensa y unas sombras se deslizan, cargadas de bultos, hacia el andén de la estación Rafaela del ferrocarril Nuevo Central Argentino. En la playa de estacionamiento en penumbras se agrupan algunos autos, unas cuantas motos, hasta llega alguna bicicleta. De a poco, los recién llegados van acomodando sus equipajes, en el piso helado del andén.
La iluminación no es LED, no: apenas unos cuantos tubos fluorescentes, medio tapados por la mugre, que en el extremo sur del andén ya no existen, por lo tanto allí reina la oscuridad. Sombras, nada más.
Un mensaje impreso en papel A 4 informa que los trenes de pasajeros pasan por la estación Rafaela a la 1.10 del martes y a la 1.10 del viernes, según tengan como destino San Miguel de Tucumán, o Buenos Aires respectivamente. Así que este martes helado, mientras el aire cala los huesos, los pasajeros que se acurrucan en el piso sucio del andén están esperando con ansias la llegada del tren que los llevará a Tucumán o a alguna de las estaciones intermedias, preferentemente Añatuya o La Banda, en Santiago del Estero. Hay una nena deambuladora, que apenas camina, un poco porque tiene dos años o menos y otro poco porque sweaters, poncho y gorro parecen aplastarla. Son varios los chicos que andan por ahí. Son la 1 de la mañana y sí, allá a lo lejos se ve la luz del tren. Viene lento. Pasan diez, quince, veinte minutos… La luz es cada vez más potente. De las entrañas de la estación sale alguien. Sí, hay vida de esas puertas cerradas al frío. El anuncio es desde la puerta nada más.
Muchos, los que están en los extremos del andén, no lo escuchan: "no se paren cerca de la vía porque este tren que viene no para, es un carguero. Sigue de largo". Pum. Se cierra la puerta. Entre dormidos, agarrotados de frío, los pasajeros no lo escuchan. Así que cuando el tren de cargas entra a puro bocinazo al cuadro de estación, algunos empiezan a juntar los equipajes para acercarse lo más posible a la vía, porque saben que tienen que estar primeros en la fila para asegurarse que haya asientos disponibles para el viaje. Porque en Rafaela la compra de los boletos del tren es así, a los empujones, al que primero llega y si tiene suerte y hay vagones con lugares vacíos….
Alguien avisa. "Es un tren de cargas, atrás, atrás". Un pasajero joven que está con su familia –niños incluidos- se resiste a creer que ese tren que llega no es el que está esperando. Hace visera con la mano sobre los ojos porque lo encandila la luz. Sí, es el tren de cargas. Pasan 70 y pico de vagones que hacen temblar el andén. En la puerta ahora entreabierta del control de estación hay un empleado asomado detrás de una ventanilla, que parece contar, cerquita de la estufa, los vagones que van pasando. Fin de la formación. Se apaga el rumor del convoy a la distancia y vuelve el silencio.
Un mensaje impreso en papel A 4 informa que los trenes de pasajeros pasan por la estación Rafaela a la 1.10 del martes y a la 1.10 del viernes, según tengan como destino San Miguel de Tucumán, o Buenos Aires respectivamente. Así que este martes helado, mientras el aire cala los huesos, los pasajeros que se acurrucan en el piso sucio del andén están esperando con ansias la llegada del tren que los llevará a Tucumán o a alguna de las estaciones intermedias, preferentemente Añatuya o La Banda, en Santiago del Estero. Hay una nena deambuladora, que apenas camina, un poco porque tiene dos años o menos y otro poco porque sweaters, poncho y gorro parecen aplastarla. Son varios los chicos que andan por ahí. Son la 1 de la mañana y sí, allá a lo lejos se ve la luz del tren. Viene lento. Pasan diez, quince, veinte minutos… La luz es cada vez más potente. De las entrañas de la estación sale alguien. Sí, hay vida de esas puertas cerradas al frío. El anuncio es desde la puerta nada más.
Muchos, los que están en los extremos del andén, no lo escuchan: "no se paren cerca de la vía porque este tren que viene no para, es un carguero. Sigue de largo". Pum. Se cierra la puerta. Entre dormidos, agarrotados de frío, los pasajeros no lo escuchan. Así que cuando el tren de cargas entra a puro bocinazo al cuadro de estación, algunos empiezan a juntar los equipajes para acercarse lo más posible a la vía, porque saben que tienen que estar primeros en la fila para asegurarse que haya asientos disponibles para el viaje. Porque en Rafaela la compra de los boletos del tren es así, a los empujones, al que primero llega y si tiene suerte y hay vagones con lugares vacíos….
Alguien avisa. "Es un tren de cargas, atrás, atrás". Un pasajero joven que está con su familia –niños incluidos- se resiste a creer que ese tren que llega no es el que está esperando. Hace visera con la mano sobre los ojos porque lo encandila la luz. Sí, es el tren de cargas. Pasan 70 y pico de vagones que hacen temblar el andén. En la puerta ahora entreabierta del control de estación hay un empleado asomado detrás de una ventanilla, que parece contar, cerquita de la estufa, los vagones que van pasando. Fin de la formación. Se apaga el rumor del convoy a la distancia y vuelve el silencio.
Ya no hay una luz viniendo desde el sur. Un curioso pregunta al empleado… "caballero, a qué hora pasaría el tren de pasajeros?". La respuesta: "viene atrasado. Dos horas y media". Pum. Se cierra la puerta. Nadie lo escuchó, salvo el curioso que está esperando a un familiar que llega en ese tren que salió hace 12 horas y pico desde Retiro y que va tardar 15 horas en llegar a Rafaela. Siendo buenos, se cree que los empleados están para la controlar la seguridad del tráfico ferroviario de cargas, no para atender pasajeros. El destrato, de otro modo, sería incomprensible.
Finalmente, a las 4 de la mañana -mientras los pasajeros que esperan en el andén tratan de volver a la vida tras más de 3 horas sometidos al abandono más descarnado, con criaturas alrededor, con temperaturas bajo cero, sin baños, sin un lugar donde descansar, sin información precisa, sin algo caliente para tomar- quince horas después de haber salido de Buenos Aires llega el tren esperado.
La tentación de la comodidad del tren y sobre el precio de sus pasajes, extraordinariamente económico en relación con el de los micros de larga distancia, es demasiado grande para los que quieren viajar. Por eso se aguantan lo que aguantan. El desprecio, básicamente. Para los que llegan no hay remises esperando, ni taxis. Hay que salir a través de la estación en sombras, oscura, tenebrosa, a la vereda no menos oscura de la avenida Italia.
No pasa ni un alma, porque el frío acobarda. Y hay que esperar, que llegue algún remise llamado a último momento, o un familiar que haga de taxi. Para los otros, para los que esperaron tres o cuatro horas con sus niños en el suelo helado de una estación helada en una noche de sensibilidades heladas, llegó el momento de disfrutar de las comodidades del tren: moderno, amplio, con calefacción, bien cómodo, con coche comedor, con camarotes, lentísimo porque las vías son las sobrevivientes del Estado arrasado en los ‘90, pero a salvo de la intemperie.
Es apenas un relato de una odisea que sufren los que utilizan el servicio ferroviario, si es que se puede llamar servicio a lo que pasa por la estación Rafaela, y si es que puede llamarse estación al lugar donde se espera al tren que pasa por Rafaela.
Finalmente, a las 4 de la mañana -mientras los pasajeros que esperan en el andén tratan de volver a la vida tras más de 3 horas sometidos al abandono más descarnado, con criaturas alrededor, con temperaturas bajo cero, sin baños, sin un lugar donde descansar, sin información precisa, sin algo caliente para tomar- quince horas después de haber salido de Buenos Aires llega el tren esperado.
La tentación de la comodidad del tren y sobre el precio de sus pasajes, extraordinariamente económico en relación con el de los micros de larga distancia, es demasiado grande para los que quieren viajar. Por eso se aguantan lo que aguantan. El desprecio, básicamente. Para los que llegan no hay remises esperando, ni taxis. Hay que salir a través de la estación en sombras, oscura, tenebrosa, a la vereda no menos oscura de la avenida Italia.
No pasa ni un alma, porque el frío acobarda. Y hay que esperar, que llegue algún remise llamado a último momento, o un familiar que haga de taxi. Para los otros, para los que esperaron tres o cuatro horas con sus niños en el suelo helado de una estación helada en una noche de sensibilidades heladas, llegó el momento de disfrutar de las comodidades del tren: moderno, amplio, con calefacción, bien cómodo, con coche comedor, con camarotes, lentísimo porque las vías son las sobrevivientes del Estado arrasado en los ‘90, pero a salvo de la intemperie.
Es apenas un relato de una odisea que sufren los que utilizan el servicio ferroviario, si es que se puede llamar servicio a lo que pasa por la estación Rafaela, y si es que puede llamarse estación al lugar donde se espera al tren que pasa por Rafaela.
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