Vías del recuerdo
2 Dic (La Tinta).- Tras su cierre en 1993, se cumplieron cien días de la vuelta del ferrocarril en Vicuña Mackenna. Su regreso trajo nostalgia, recuerdos e historias, pero la gente sigue viajando en colectivo.
“Disculpe, ¿sabe dónde es la boletería?”; “Hola, ¿puedo usar su baño?”; “Buenas noches, ¿en qué momento sale el tren?”. Estas y otras frases resuenan en los oídos de Elvira Díaz todos los fines de semana, desde que el tren de pasajeros volvió a Vicuña Mackenna. La mujer, que hace 28 años ocupa una casilla ubicada a seis pasos de la estación, ahora recibe visitas constantes de pasajeros desinformados. Su hogar está pintado de blanco y, si no fuera por la cucha al lado de la puerta, no se sabría que hay alguien viviendo ahí.—Por ahora, la boletería en Mackenna no está habilitada -explica el intendente Roberto Cassari-, porque se puede sacar el pasaje por internet. Si hay una frecuencia mayor, es posible que la habilitemos En nuestras redes, también buscamos informar sobre esto.
El regreso del tren en junio de este año trajo expectativas de retomar el próspero futuro que soñaba el pueblo. La línea San Martín recorre desde Justo Daract (San Luis) hasta Retiro (Buenos Aires) con precios que varían entre 500 y 2.500 pesos. Su objetivo es recuperar la conexión con otras localidades, pero aún hay dudas respecto al manejo, la velocidad, la información y su reapertura.
Se limpió el yuyal que rodeaba la estación, se cambiaron durmientes, pero aún no hay cambios significativos.
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La estación había generado tanto impacto en los habitantes del antes conocido pueblo Torres F que, en 1885, pasó a tomar el nombre de su estación: “Vicuña Mackenna”. Ubicada al sur de Córdoba, es atravesada por dos rutas principales (la ruta 7 y la 35) y 4 líneas ferroviarias (actualmente, solo una). Su estación conectaba con otros municipios más pequeños y era la única que tenía un centro de reparaciones y varios departamentos de transporte.
En 1957, en pleno auge de desarrollo del pueblo, mucha gente comenzó a llegar atraída por la oferta de trabajo. Carlos Mansilla entró a trabajar en la estación a los dieciocho años. Comenzó como peón y terminó como inspector de vía y obra. Por la gran demanda que ofrecía el tren, tuvo que esforzarse para que no lo echaran a los tres meses. Los “empleados accidentales” eran divididos en las distintas cuadrillas, algunos eran de Mackenna, pero muchos eran de otros municipios cercanos.
Ahora, las únicas puertas de la estación que permanecen abiertas son ocupadas por tres salones de cultura. Rodeando el lugar, se ven grandes ventanales tapados con cartón, cubiertos por polvo, de donde asoman pequeñas grietas, apenas tapadas por un papel blanco que dice “Boletería”. Pero las puertas están cerradas. Y la zona, vacía.
En el pasado, el tren no solo generaba empleo; también conectaba al pueblo con el resto del país. Juan Trasviña, un comerciante que tenía una tienda de electricidad, viajaba a Buenos Aires a buscar mercadería. Se tomaba el tren cada día, viajaba de noche y volvía en la tarde. Juan viajaban en clase turista y la línea era conocida no solo por transportar pasajeros, sino también encomiendas.
—Había muchos vagones, pero no alcanzaba para todos -recuerda Juan-. Te daban comida y había baño. Los viajes eran rápidos. Yo viajaba de noche, pero de día siempre era difícil. Se llenaba, entonces tenías que viajar de pie. A veces me tocaba compartir espacio con una gallina.
(Imagen: Revista El Sur)
Los vagones estaban divididos: en unos viajaban animales, otros eran ocupados con muebles. Los pasajeros que no conseguían asiento tenían que agarrarse fuerte de las barras del techo, porque el tren los hamacaba de un lado al otro. Cuando iban a visitar a algún familiar, muchos pasajeros llevaban un animal de regalo: gallinas, ovejas, corderitos y cerdos.
En la actualidad, a pesar del bajo costo, muchos asientos van vacíos y se puede caminar por los pasillos sin riesgo de tropezar con ningún animal. La gente con más poder adquisitivo suele reservar camarotes. El tren solo se activa los fines de semana.
Antes, cuando el tren era muy usado, mucha gente trabajaba en su mantenimiento. Carlos se desempeñaba en el taller de artesanos, pero como siempre buscaban personal, el trabajo era rotativo. Cuando le tocó ser soldador, cada mañana iba con las “zorritas” (así apodaban a quienes caminaban por las vías para repararlas) hasta llegar a otras estaciones.
—Te terminabas llevando bien con ellos. Eran tantas las horas de laburo, las comidas, incluso te quedabas a dormir con gente que después no volvías a ver. De Río Cuarto, Achiras, Tosquita, de todos lados, todos paraban aquí. Vivíamos en y por el tren -evoca Carlos.
Mackenna tenía el taller de máquinas, donde paraban los trenes para su reparación y cuidado. No solo se cuidaba al tren de pasajeros; también el de carga. Alrededor de la estación, había varios depósitos y galpones donde se almacenaban semillas, muebles y encomiendas. En esa zona, trabajaban los “obreros”, encargados de subir y bajar bolsas. No había maquinaria que los ayudara: bastaba con la fuerza de sus hombros. Por eso, en cada turno, hacían falta alrededor de treinta personas. Era tanta la gente que paraba en el pueblo que se construyeron varias casillas donde los empleados descansaban y los choferes hacían el cambio de turno antes de volver a sus pueblos.
Cuando Carlos Menem asumió la presidencia, inició un plan sistemático de enajenación de los recursos naturales y servicios públicos. La desfinanciación de las líneas ferroviarias provocó demoras, cancelaciones y los recursos para la mantención y renovación periódica que requerían los trenes dejaron de llegar. Comenzaron a concretarse despidos; en todo el país, hubo 20 mil y se anunciaron otros 40 mil. El primero de febrero de 1991, se inició el paro ferroviario más largo: fueron cuarenta y seis días de huelga. Y el presidente, amenazante, sentenció: “Ramal que para, ramal que se cierra”.
Las frecuencias comenzaron a bajar y mucha gente se acogió a los retiros voluntarios. Cada vez quedaban menos empleados y los que seguían buscaron otras alternativas para subsistir. Carlos perdió las esperanzas cuando un conocido le dijo: “Están levantando las vías, dicen que el primer cuartel que van a quitar es de artesanos”. Justo la cuadrilla que cubría él.
—Mansilla, ¿qué hace acá? Vaya a laburar –le decían sus superiores cuando Carlos se recostaba sin hacer nada.
—¿Para qué? Si total me van a correr, no les hago falta -les contestaba. Y se volvía a acomodar en su asiento.
En 1992, llegó el segundo retiro voluntario y Carlos se fue. “No les iba dar el lujo de que me echen”, razona hoy. Cobró una indemnización de 20 mil pesos, 500 pesos por cada año de servicio.
(Imagen: Revista El Sur)
El 10 de marzo de 1993, Ferrocarriles Argentinos dejó de existir y, con ello, el tren de pasajeros desapareció de Vicuña Mackenna. El movimiento cesó: ya no había gente que recorría las grandes paredes de la estación ni largas colas en las boleterías. Comenzaba la gran depresión del pueblo: carteles de “cerrado” en los comercios, calles vacías, nostalgia y melancolía.
Pintores, albañiles, mecánicos, plomeros, obreros, maleteros, carteros, conductores y un largo etcétera quedaron sin empleo. La estación cerró y acarreó en su cierre hoteles, negocios y las casillas de los empleados. Los que quedaron varados los ocuparon hasta conseguir dinero para regresar a sus pueblos. Otros robaron inodoros, ventanas, puertas y hasta durmientes de las vías para venderlos.
El tren de pasajeros y el tren de carga comercializaban los cereales que producía la localidad y almacenaba las producciones de localidades vecinas. Sin el tren de pasajeros, la cantidad de producción que se enviaba se redujo y muchos que usaban el transporte para buscar encomiendas, como Juan, optaron por recurrir a los camiones.
—Como iba todos los días a Buenos Aires, la gente que vendía ya me conocía y me enviaban la mercadería en camiones. Los colectivos comenzaron a venir, pero, con el cierre, los precios se dispararon -recuerda Juan.
Los ferroviarios que fueron indemnizados compraron terrenos y muchos de los que trabajaban en el tren migraron a los campos. Los hoteles se mudaron a la entrada del pueblo. Alrededor de la nueva estación, hoy solo hay casas; el taller de artesanos y el centro de reparaciones están ahora ocupados por familias. A dos cuadras, está el quiosco más cercano y, a siete, los hospedajes, frente a la terminal de ómnibus.
Después de treinta años, Vicuña Mackenna ya no depende del tren. Su regresó implicó nostalgia, alegría y novedad, pero solo eso. El precio del boleto a Buenos Aires ronda los 500 pesos, pero demora un día entero en llegar. La gente prefiere seguir tomando el colectivo.
—No quiero volver a subirme al tren -dice Carlos-. Mis nietos sí lo hicieron, solo por experiencia. Se fueron a Mendoza y mis hijos fueron a buscarlos en auto.
El pueblo cambió. En tres meses de funcionamiento, aquel pedazo de metal en el que se aprecia la capa de pintura recién aplicada solo carga historias de viejas glorias, nostalgia e incertidumbre.
*Por Alen Cahuana Correa para Revista El Sur / Imagen de portada:
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