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jueves, 8 de febrero de 2018

No hay vertigo en lo alto

Tren a las nubes: no hay vértigo en lo alto 

SALTA 8 Feb(El Intransigente).-ElIntra.com.ar vuela alto y en esta oportunidad te llevamos a conocer el Tren a las Nubes, un viaje que nos puso el cielo en la nariz Voy, voy llegando al sol Ven que nos lleva el viento Ahora voy, llevo mi emoción Voy, por el tren del cielo Así cantaba con la fuerza y la honda voz que la caracteriza, Soledad Pastorutti cuando hacía referencia a aquel tren que la invitaba a viajar desde la montaña hasta el mar a lo largo y ancho de la Pachamama, siguiendo el camino que nos lleva a la libertad y a la verdad. 
Una canción que se inmortalizó y que sigue haciéndose eco de su verdad, o al menos, los salteños somos testigos de ello. Eran aproximadamente las siete, así lo marcaba la luz del amanecer, cuando todavía nublado, y con algunos pasajeros somnolientos a bordo, sentimos como el bus encendía el motor en las intermediaciones de Balcarce y Ameghino, para emprender un viaje de ida que quedaría en la memoria y el corazón, porque viajar es eso, dejarse atravesar los sentidos, con una vista que se abandona ante la inmensidad, un sabor que perdura en el paladar y los sonidos que sigue vibrando por dentro, acompañando al viajero para el cual no existe el popular refrán “se te pasó el tren”. 
El folleto inicial advertía: Tren a las Nubes. Si uno se dejara llevar por su nombre, podría deducir se trata de un viaje en tren, claro está, que sube tan alto hasta chocar con las nubes. Pero las experiencias no existen para ser contadas sino, para ser vividas. Este emprendimiento ferro turístico, hoy de renombre mundial, nace por iniciativa de las autoridades del Ferrocarril General Belgrano quienes, en noviembre de 1971, resuelven hacer correr un tren experimental con funcionarios, periodistas y literatos para finalmente realizar en 1972, el primer viaje turístico. En esta ocasión, 46 años más tarde los asientos estaban repletos entre ciudadanos locales y turistas que cual niños inquietos daban inicio a lo que sería una jornada de estación en estación, camino a comprobar el color del cielo y si el mito de las nubes esponjosas era cierto. 
BUS + TREN + BUS. Esa es la fórmula para no olvidar los pasos dados. Sin embargo, sería muy reduccionista citarlo así, sin más ni menos. Esa suma esconde en sí misma un paraíso digno de película, que se refugia en el interior y en lo alto de estos lares. Recorriendo la Ruta Nacional 51 atravesamos la localidad de Campo Quijano, un pueblo que se levanta en el Valle de Lerma, denominado como “El Portal de los Andes” por ser la puerta de acceso hacia La Puna salteña y que además es bordeado en casi toda su superficie por el Tren a las Nubes. Allí, hicimos “stop” y en lo que todavía aparentaba ser una mañana fría y nublada visitamos a “la morocha”, una locomotora a vapor que data desde 1921 y que se enclava como un monumento en honra a la memoria del ingeniero Richard Maury, constructor del tendido ferroviario más famoso del norte argentino. Una pieza que en composé con el ceibo que se avizoraba detrás, fue modelo de las fotos y digna de admiración. Atravesamos Río Blanco, un paisaje vestido de yungas adornadas con variedades como las Tipas, el Jacarandá y los Alisos para continuar por esta vertiente de agua helada que nos daría el puntapié para la próxima parada en la Quebrada del Toro, donde de fondo en la captura de muchas cámaras aparecían los indicios del viaducto de la Polvorilla, tan largo como imponente. Continuamos la travesía por Gobernador Solá hasta llegar al célebre paraje El Alfarcito, obra del Padre Chifri y donde también tuvimos una parada técnica obligada entre montañas, con un desayuno campestre y té caliente, a la par de la calidez de la juventud que integra a la Fundación Alfarcito, valga la redundancia Una joya que brilla entre tanta quietud por el monumental despliegue de esta infraestructura que resplandece bajo el sol que se asoma al frente y donde uno, al pararse librado al paisaje y en silencio, sospecha que el viento que sopla es el suspiro del Padre que todavía pasea por ahí. 
Caso contrario, usted es libre de comprobarlo. Un capítulo aparte. Antes de seguir, la advertencia fue evitar dormir profundamente y prepararse para sentir el síntoma de las alturas, la “apunada”, porque claro llegar a las nubes no es tarea fácil entre caminos que dibujan un zigzag, viaductos y rulos, atravesando túneles hasta ver esa luz de la que tanto se habla, con una cornisa a la par que a medida avanza nos cuenta a cuantos kilómetros sobre el nivel del mar estamos, y con un paisaje agiornado por cardones, unos más viejos que otros, que advierten el clima árido propio de estas tierras, donde los días chispean con el sol, el viento azota y despeina al visitante y las noches cuentan relatos de cielos fríos. Con Tonolec sonando de fondo, en una mezcla de sonidos que invitan a sumergirse en el misterio de estas latitudes, el viaje continuó por la Quebrada de las Cuevas y después la llanura de Muñano para llegar a San Antonio de los Cobres. Allí, a la par de algunos habitantes que vestían la tierra con sus productos y cánticos, una especie de máquina infinita y celeste nos esperaba en la Estación de Trenes para embarcarnos rumbo al Viaducto la Polvorilla, un viaje de una hora en el que cual niños recién llegados al mundo, contemplábamos impolutos por la ventanilla la geografía que se alzaba a medida ganábamos altura hasta alcanzar los 4.200 msnm, donde se atraviesa la obra más imponente de ingeniería del siglo pasado, una obra que Ignacio, guía del tren, supo deletreárnosla con precisión a medida podíamos divisar a lo lejos un hormiguero de cardones, ovejas corriendo, pequeñas casas y algunos ojos de aguas termales a las cuales aconsejo ver de la siguiente manera: tapar un ojo para que la misma mirada se vuelva una “cámara de fotos casera”, haciendo foco en esta perla dorada que se abre ante nosotros. De abajo hacia arriba, de derecha a izquierda, las cabezas repiten los movimientos en canon abrumados por una realidad casi onírica. Al llegar al punto máximo, el Himno Nacional argentino subía su volumen a tono con las voces de los pasajeros que descendían embobados, y que con un enfático patriotismo, entonaban sus estrofas, porque sin dudas, la tierra se impone aquí arriba, dejando en claro con orgullo de dónde venimos y nos recuerda el porqué de nuestro existir. Fotos, lágrimas, tortillas a la parrilla son parte del ritual. - ¡Esto es más lindo que las cataratas! - , exclama un asiduo viajante que al parecer no puede resistir a la belleza de sentirse un pájaro volar entre nube y nube. Pero…lo lindo de esta vida, se cuenta en el minuto a minuto porque no somos más que momentos. Es momento de volver al tren, tomar el autobús y antes de partir dejando atrás una postal de colección, vamos a almorzar y ahí me doy cuenta, y pienso, parafraseando a un tango conocido, “las callecitas de San Antonio tienen ese no sé qué”. El tiempo se paró, el silencio habla de alguna presencia mayúscula que está allí pero que no podemos ver, mientras que por ahí alguna vendedora camina entre adoquines ofertando una llama en miniatura de lana o algún llavero para no olvidarse de este andar. “Los Patitos”, así se llama el servidor turístico donde la vida cobra vida, y sí, lee bien. Allí los olores despiertan al estómago hambriento, la vista se regocija en el hogar que este comedor aparenta ser, cálido, con carteles en derredor que narran coplas de añares junto a la música que acompañar el ir y venir ágil de la cocina hasta la mesa de aquella mujer, a la que sus manos y su profesionalidad para atender delatan años de experiencia pero que conserva en su mirada la misma que se puede encontrar en el norte profundo, una mirada árida, aguda, profunda, a la que con ansias espero escuchar hablar porque de seguro guarda historietas de altura, además de unas manos mágicas que al son de su baguala le permite disfrutar al visitante de unas empanadas fiel a este ADN, o unas papas andinas pastosas y dulzonas, que acompañan algún un plato de sabor ancestral. Nada grande se puede hacer con la tristeza”, dice un collage sobre la pared. 

Arturo Jauretche tenía razón, y doña Cirila me lo confirmo. Vale recordar el fragmento manuscrito del poeta tucumano, Dr. Maximiliano Márquez Alurralde, quien en su calidad de sabio literato, además de ser periodista y abogado, fue invitado en la salida inaugural, y quien supo retratar en palabras: “así como quien recuerda un sueño un tanto fantástico y pretende traducirlo en la veracidad de un relato con sus claroscuros, sus perfiles exóticos y sus absurdas perspectivas, tal cual se enfrentan en el sueño, y no ha de poder reflejarlo con fidelidad, algo parecido le ocurre a uno con el paisaje cordillerano, especialmente en el tramo cordillerano de San Antonio de los Cobres a Socompa. Si le cuento que he realizado un viaje a la Luna, dirán quienes me lean, que estoy relatando un sueño”. Durante el regreso, se realizará una última parada en Santa Rosa de Tastil, considerada una de las superficies con las ruinas más conservadas de la provincia, que guarda en su museo y sus puestos locales los últimos rastros de otras vidas pasadas como dejos de este transitar y que a esta altura, uno ya empieza a añorar.  

Queda menos y un remis me espera. La vuelta a casa en el campo de cemento, lejos de las llamas, la vicuña y el guanaco, sin cardones de por medio, solo me permite pensar algunas sugerencias que resuenan dentro: 

1) Tengo que viajar una vez al mes para saber que estoy viva. 

 2) Para encontrarse hay que extraviarse en las profundidades. 

 3) En realidad, todos los caminos llevan al Norte. 4) Debo aprender a mirar la vida con ojos de turista.

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