domingo, 30 de abril de 2017

Museo de La Trochita

El museo que guarda el alma de La Trochita

EL MAITEN Chubut 30 Abr(Rio Negro).-En la estación de El Maitén, entre talleres, galpones y durmientes, el Viejo Expreso Patagónico cuenta su historia.
La zorrita, indispensable a la hora de despejar las vías. (Foto: Fotos Fernando Bonansea)

El museo ferroviario fue inaugurado el 29 de agosto de 2004 utilizando el viejo salón de “Vías y Obras”, entre los talleres y los almacenes del ramal que uniera Ingeniero Jacobacci (Río Negro) y Esquel (Chubut) hasta principios de los 90, cuando se ordenó su clausura y cientos de familias se vieron obligadas a emigrar.“Por aquellos años tenía otras divisiones y también se usaba como hospedaje de funcionarios que estaban de paso”, recordó Susana Lara, la subgerente del ramal. Ya antes de ingresar al edificio, el mundo del Viejo Expreso Patagónico se muestra en toda su dimensión con las locomotoras a vapor preparando la salida; el enjambre de vías; el tanque de agua de altura asombrosa; el andén esperando a los turistas y la charla amable de algún lugareño, siempre dispuesto a contar cada detalle de un tiempo pasado que siempre fue mejor.
Pasión ferroviaria

Nieto e hijo de los pioneros ferroviarios que construyeron el ramal, Carlos Kmet se jubiló recientemente como jefe de los talleres. Sin embargo, su pasión por La Trochita lo lleva todos los días hasta los galpones “para ver como andan las cosas”.Para propios y extraños es “una enciclopedia andante” del trencito patagónico y conoce cada rincón del museo: “Los primeros campamentos fueron de chapas, reemplazados por las casas de durmientes”, detalló acariciando una viga de quebracho colorado, una de las maderas más duras del mundo, que garantiza “una construcción de por vida”. Y por las calles del pueblo se conservan esas viviendas construidas con los durmientes centenarios de quebracho colorado.Ingresando al salón enseguida ponderó “la pinotea del cielorraso; antes se hacía todo con madera de primera, lo mismo los muebles, los vagones y sus asientos de cedro”.No obstante, su verdadera pasión son “los planos a escala de las locomotoras Baldwin (Estados Unidos) y Henschel (Alemania)”, exhibidos en una de las paredes junto al frente de una vieja máquina –en su tamaño original– con su miriñaque característico. “Todos los coches y vagones eran de origen belga, de 1922”, remarcó. “En el ramal llegamos a tener 24 locomotoras en servicio, a las que se hacía una reparación general cada ocho años. Cada pieza que se cambiaba en el taller era exactamente igual a la que traía de fábrica”, valoró en referencia a los tornos y otras herramientas que aún están en uso.Sobre la clásica “zorrita” exhibida, Kmet graficó que “eran de tracción a sangre, a cargo de la propia cuadrilla siempre dispuesta a salir para despejar las vías. Su trabajo era fundamental en aquellos inviernos tan nevadores”.
Elementos de época

Una de las vitrinas muestra los teléfonos a magneto y otros aparatos dedicados a las comunicaciones: “Pegado a las vías siempre había un posteado con cables conectados a cada una de las estaciones, principalmente con las oficinas de control de trenes. El guarda llevaba un teléfono portátil con una caña y cuando había algún inconveniente se podía comunicar enseguida”, destacó mientras muestra “un telégrafo que fue indispensable durante las primeras épocas”.Por supuesto, la salamandra de hierro fundido –fabricada en los mismos talleres y alimentada a carbón de piedra– recuerda las anécdotas de aquellos mochileros de los 70 tocando la guitarra y los campesinos calentando su olla de comida para matizar las largas horas de un viaje que unía parajes tan remotos como Leleque, Mayoco, Fitalancao o Cerro Mesa.Un tablero con muchas chapitas ordenadas cuidadosamente “servía para el control de entrada y salida del personal. Algunas tenían el nombre y otras un número. Cuando tocaba la sirena de ingreso al taller, el capataz sabía con certeza quienes habían faltado”, explicó Carlos Kmet. Los nombres impresos demuestran que “había de cada pueblo un paisano”, con mezcla de apellidos mapuches, rusos, italianos, polacos. “Muchos se quedaron en el ferrocarril y otros se fueron a El Bolsón y El Hoyo a cultivar chacras”, recordó.Aun cuando Ferrocarriles Argentinos “tenía su propia usina en El Maitén, que funcionaba desde las 5 hasta la medianoche”, los faroles a querosén con distinto formato y luces (algunos para cambio de vías, otros para señales a los maquinistas o maniobras diversas) completan otra de las estanterías del museo. “Estas lámparas de carburo las usaban los operarios para trabajar dentro de las calderas de las locomotoras, que son bastante oscuras”, subrayó Kmet.Balanzas para pesar las cartas que luego se subían en sacas especiales al vagón postal, enormes pilas para los teléfonos o los artículos propios de la administración (máquinas de escribir y planilleras de 200 espacios, sellos, secantes) subrayan que “fueron años donde la influencia de los ingleses se hizo notar, aunque hay varios elementos que son de industria argentina”.La indumentaria de época, conservada en una vitrina especial, recuerda a los guardas y maquinistas vestidos a la vieja usanza y “es uno de los tramos más emotivos del museo. Cada operario tenía su uniforme característico –uno para verano y otro para invierno–, además de las botas, borceguíes, medias, guantes y pasamontañas que proveía la misma empresa”, según Kmet.“Los primeros campamentos fueron de chapas, reemplazados por las casas de durmientes, que garantizan una construcción de por vida”. “Este pueblo sigue teniendo mucha pertenencia con su trencito y en casi todas las casas hay alguien ligado al ferrocarril”.

Carlos Kmet se jubiló recientemente como jefe de los talleres.

El horario

De 8 a 14 está abierto el museo de lunes a viernes, con entrada libre y gratuita, y cuenta con visitas guiadas.
 
Con maderas de las vías
 
En las calles de El Maitén se observan las viejas viviendas construidas con durmientes de quebracho colorado. Lo mismo se ve en los muros de la estación y en el salón de “Vías y Obras” donde hoy funciona el museo. Las centenarias maderas fueron pegadas con una argamasa que ya soportó las inclemencias de más de setenta inviernos patagónicos.

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